viernes, 5 de marzo de 2010

Cuando las madres daban vino a sus niños

Etiqueta del vino Monja Quina y botella

      La acción se sitúa en los años 50 del pasado siglo. El vino quina era una medicina que se empleaba cuando estábamos desganados y las madres, preocupadas porque el nene no les comía, nos daban un vasito pequeño para abrirnos el apetito. No se bebía este vino a diario, eso hubiera sido un lujo y no estaban los tiempos para permitírselo; recuerdo, a propósito de la penuria, que mi abuela me daba un trocico de chorizo y una buena rebanada de pan en la merienda y me decía: "panea, nene, panea"; yo agradecía el pequeño tesoro, sacado de una orza donde se conservaba en aceite o manteca, y ¡vaya que si paneaba!, minimordisco al chorizo y dos buenos mordiscos al pan, de forma que antes acababa con este último que con mi manjar preferido.
      El citado vino se vendía en la farmacia porque "era medicinal" y en su etiqueta aparecía una monja con cara de santa Teresita del niño Jesús así como diciéndonos: "Anda, bebed tranquilos que no es pecado". Era el vino llamado de "la Monja" (Monja-Quina). Años más tarde, la publicidad de la quina San Clemente, que da unas ganas de comerr..., y de la quina Santa Catalina, para hacernos crecer, nos hizo abandonar a la pobre monja en favor de los santos que debían ser más eficaces a la hora de defendernos ante San Pedro si se nos iba la mano al empinar el codo. Había otro remedio para combatir la desgana llamado aceite de hígado de bacalao, ¡uf, aún tiemblo al recordar el gusto amargo y aceitoso que se agarraba a la garganta como si fuese pegamento Imedio!, mejor olvidarlo por ahora.
      ¿Y en la mesa había vino? Pues claro que sí, un blanco peleón de Valdepeñas que venía en grandes cubas y se compraba a granel, pero ese sólo era para los hombres de la casa mientras mujeres y niños pasaban de beberlo, primero porque estaba mal visto y, segundo, porque su sabor dejaba que desear. Me costaba entonces comprender qué hacían tantos hombres, sentados en sillas sin respaldo y con el "culo" de esparto, alrededor de una o varias mesas sobre las que siempre había una botella de vino blanco peleón y varios "chatos", ocupando sus horas en la cantina de Contento sin más diversión que algún cacahuete perdido entre los dedos y la colilla de un Ideal en los labios.

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